Elogio a la Simplicidad: El Lápiz como Maestro

“Cuando evoco mis días de colegio, inevitablemente vienen a mi mente los lápices. Desde pequeño, siempre encontré en ellos algo especial, algo que iba más allá de la escritura o el dibujo -y  aunque muy pocas hacía esto último-. El lápiz era mi confidente, mi aliado en ese mundo de aulas y aprendizaje.

¿Qué tenía el lápiz que me encantaba tanto? Su simpleza, su versatilidad. Era como un lienzo en blanco que me invitaba a dejar fluir mis ideas. Y aunque no siempre fui el dibujante más hábil, cada trazo era una forma de expresión, una conexión con mi creatividad.

Recuerdo que el lápiz se convirtió en un ritual reconfortante. Sostenerlo entre mis dedos, sentir la textura del papel y ver cómo las líneas se formaban con cada movimiento se volvió casi terapéutico. Morder el borrador mientras dejaba volar mi imaginación y agitarlo cuando la ansiedad se hacía presente se convirtió en una especie de danza familiar.

Aunque no soy de marcar los libros, si alguna vez lo hacía, siempre prefería el lápiz. ¿Por qué? Porque siempre había una oportunidad de borrar, de corregir, de mejorar. Era como una metáfora de la vida misma: esa capacidad de rehacer lo que no encaja, de ajustar lo que no nos satisface.

Y es que así veo mi propio camino. La flexibilidad del lápiz, su posibilidad de borrar y volver a empezar, es como el recordatorio constante de que nunca es tarde para redefinirnos. Siempre hay espacio para correcciones, para borrar lo que nos pesa y buscar hacerlo mejor.

El lápiz, un modesto instrumento, es en realidad un maestro. Cada trazo con un lápiz es como una línea en mi historia personal, un camino que se redibuja con cada nueva experiencia, aprendizaje y desafío. Es un elogio a la persistencia, a la idea de que cada día nos brinda la oportunidad de escribir un nuevo capítulo, más auténtico y lleno de aprendizajes que el anterior. Y así, con cada trazo, sigo escribiendo mi historia, siempre con la certeza de que en cada borrador hay una oportunidad para mejorar.”